En algún momento, a lo largo de
la historia de este blog, hemos hablado de la evaluación como un término
complejo, que en su “versión” formativa puede llegar a suponer una utopía, pero
que en realidad es un término, que como dice Santos Guerra (1993) [1] está de
moda y gusta hablar de ello.
Dentro de la evaluación
formativa, de la necesidad de aprender de otros, de manera colaborativa, tanto
a través de profesores, de alumnos, de amigos críticos o con comunidades de
aprendizaje, surge un término antiguo, pero poco utilizado en la mayoría de la
ocasiones, la evaluación democrática.
Señala Simons (1999)[2] que el
proceso de evaluación debe ser democrático, ascendente y negociado, es decir,
debe ser sentida, vivida por parte de todos los implicados en el proceso de
enseñanza y aprendizaje, que pertenezca a todos el poder de evaluar y que
beneficie a todos (Santos Guerra, 2001 [3]). Esos beneficios tienen que ver con
la “versión” formativa de esa evaluación, con que aprendamos de la evaluación y
no únicamente le demos como una herramienta cuantitativa con la que obtener
resultados o calificaciones (no se pretende rechazar la calificación, ya que es
algo que está normativa impuesto y por lo que tenemos que realizar).
Para ello debemos cambiar el
mensaje que lanzamos a nuestros alumnos, evitar las ponderaciones de los instrumentos de evaluación, y ofrecer a
nuestros alumnos unos criterios de calificación basados en los de evaluación y
en las competencias con que les vamos a evaluar. Pero esto sólo no sirve, ya
que hablamos de una cuestión más bien técnica. Lo” bueno” viene en la puesta en
marcha de este sistema democrático, donde nos situamos ante conflictos y
dilemas más que conocidos: la lucha entre la teoría y la práctica.
Esta evaluación democrática
genera la necesidad de unos cambios en los roles de los docentes, pero también
de los alumnos. Supone ceder poder, generar nuevos sistemas de evaluación
basados (quizás) en la autoevaluación o la co-evaluación, sirviendo realmente
como instrumentos que ayuden al aprendizaje. Sistemas en los que el alumno sea
un sujeto activo, que llegue a desarrollar una metacognición (Bain, 2007 [4]),
es decir sea capaz de regular sus propio proceso de aprendizaje y sea responsable,
junto con el docente, de desarrollar y alcanzar las competencias que se le
proponen. Por su lado el docente dejará de ser un mero transmisor del
conocimiento, para convertirse en un orientador, guía, ayudante del alumno.
Pero para todo esto debemos
empezar a reflexionar y, sobretod,o querer cambiar, superar creencias y
prejuicios, dejando de lado la visión de la evaluación como una herramienta de
puntuación, de control, de medición de unos resultados, y empezando a verla
como algo que va más allá, y de la que todos debemos aprender. También, supone vencer
la visión de los aprendizajes de manera parcelada, en la que una vez concluido
un examen, superada una prueba o una actividad (de aprendizaje, que nos ayudará
a evaluar) no demos “un beso de despedida” a esos conocimientos o, en su caso,
la competencia adquirida (Álvarez Méndez, 2001 [5]).
Seguramente son necesarias muchas
más cuestiones, y quizás deberíamos profundizar más, pero me gustaría lanzar el
mensaje de que todos aprendemos, y en esta época de adaptación a nuevos
sistemas estructurales y metodológicos en el ámbito universitario, debemos
aprender de manera conjunta y empezar a desarrollar relaciones más horizontales.
Seguramente, el tema de evaluación continuará…
[1] SANTOS
GUERRA, M.A. (1993): La evaluación: un
proceso de diálogo, comprensión y mejora. Málaga Aljibe.
[2] SIMONS,
H. (1999): “La autoevaluación escolar como proceso de desarrollo del
profesorado: En apoyo a las escuelas democráticas”. En VARIOS: Volver a pensar la educación. Madrid,
Morata.
[3] SANTOS
GUERRA, M.A. (2001): La escuela que
aprende. Madrid, Morata
[4] BAIN, K.
(2007): Lo que hacen los mejores
profesores universitarios. Valencia, PUV.
[5] ÁLVAREZ
MÉNDEZ, J.M. (2001): Evaluar para
aprender, examinar para excluir. Madrid, Morata.